Translation for "quera" to french
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No fue un delirio dejar el trabajo, ésa era la única vida que tenía y cuándo iba a filmar sus películas, las que Luis inventaba y soñaba y escribía con un absoluto convencimiento de que eso era lo que deseaba y debía hacer, y cómo lograrlo, cómo, me querés decir, Silvia, si estaba encerrado en la agencia catorce horas por día, y en esa casa donde estaba Fede, pero también el reproche constante, la queja porque él no era lo que Silvia esperaba.
Ce n'était pas du délire de quitter son travail, il n'avait qu'une vie, et quand donc tournerait-il ses films, ceux qu'il imaginait et rêvait et écrivait avec l'absolue conviction que c'était ce qu'il voulait et devait faire, et comment y arriver, comment, tu veux me le dire, Silvia, s'il était enfermé à l'agence quatorze heures par jour, et dans cette maison où il y avait Fede, mais aussi le reproche constant, les plaintes, parce qu'il n'était pas ce que Silvia avait espéré.
Su madre le ha confesado que a los veinticinco años, condenada por el canalla de su padre, que se mandó mudar, a vivir entre las cuatro paredes de ese departamento de clase media, otra vez a merced de su madre y su padre, en quienes la tristeza de ver sola y con una criatura a cuestas a su única hija no es nada, absolutamente nada, comparada con la euforia triunfal que les producen el hecho de tenerla otra vez con ellos, bajo su influencia, y, sobre todo, la evidencia de cuánta razón tenían —toda la del mundo— cuando cuatro años antes, en vísperas de una boda concertada a las apuradas, le habían profetizado que por intensa que fuera «la calentura no duraría» y en dos o tres años, a lo sumo cuatro, ella volvería a ellos con una mano atrás y otra adelante y sin derecho a nada, se siente vieja, usada, vacía, en una palabra: muerta, una muerta en vida, que es la expresión con la que él de hecho la describe para sus adentros unos años más tarde, cada vez que pasa frente a su cuarto a media mañana y la ve tendida entre almohadas en salto de cama, completamente inmóvil, con la cara embadurnada de crema, los ojos tapados por dos algodones húmedos y dos o tres frascos de pastillas en la mesa de luz, entregada a toda clase de tratamientos que le prodiga un pequeño ejército de mujeres solícitas a las que ella llama cosmetóloga, masajista, manicura, fisioterapeuta, acupunturista, poco importa, pero que él ya sabe que no son sino reanimadoras profesionales, gente especializada, como los bomberos o los bañeros, en devolver a una vida por otro lado bastante precaria a personas que ya están con un pie del otro lado. Su abuela, que en público, es decir básicamente en presencia de su marido, no abre la boca más que para decir sí y bueno —y eso sólo cuando su marido le dirige la palabra—, reírse de alguno de los chistes subidos de tono de los programas cómicos que ve por televisión o meterse bocados de comida que corta antes en el plato cada vez más chiquitos, le confiesa una tarde que su marido acaba de descubrir, disimulado en una media, el dinero que ella ha estado ahorrando día tras día durante cuatro años en cantidades ínfimas, desviándolas, de modo que él no lo note, de la modestísima caja chica que él se digna darle para los gastos cotidianos de la casa, para comprarse la máquina depiladora que acabaría con el vello que la avergüenza desde hace cuánto, ¿treinta años?, y que él, como es natural, no quiere ni ha querido jamás que ella destierre de su cara, porque sabe que aunque a él tampoco le guste, a tal punto la avejenta prematuramente y la vuelve masculina, la función que cumple es de todos modos vital, quizá la más vital de todas, impedir que ella pueda resultar deseable para cualquiera que no sea él, que por otra parte lleva años sin desearla, y que después de descubrirlo y obligarla a comparecer ante él allí mismo, en el lugar de los hechos, como se dice, ha contado uno por uno monedas y billetes y luego de calcular la cantidad exacta que según él le ha robado, luego de arrancarle, bajo amenaza incluso de violencia física, el destino que pensaba darle al dinero, la ha obligado a echarlo todo, hasta el último centavo, a las fauces negruzcas del incinerador. Su abuelo, que ya entonces, a sus cuatro, cinco años, suele saludarlo a su manera inmortal, asiéndole un gran mechón de pelo de la coronilla y tironeando de él con fuerza mientras le pregunta al oído: «¿Cuándo te vas a cortar este pelo de nena, me querés decir, mariconcito?», lo sorprende un día dibujando sus historietas precoces en unas hojas canson grandes como sábanas y sentándosele enfrente, en el borde de la mesa baja del living, entrelaza los dedos de las manos, donde deja clavada la mirada a lo largo de los veinte minutos que siguen, y le cuenta a boca de jarro que si fuera por él vendería todo, la fábrica que levantó desde cero, él solo, contra la incredulidad y hasta el sarcasmo de su propio padre, inmigrante ferroviario, y que ahora, además de dar de comer a medio centenar de empleados, le permite a él gozar de un tren de vida que el sarcástico de su padre sólo habría creído posible en gente nacida en cuna de oro y respaldada por siglos y siglos de riqueza, todo, el departamento más que holgado en el que vive con su esposa y el que le presta —contra su voluntad, porque a él le gustaría verla aprender la lección, es decir verla empezar todo de nuevo pero realmente sola— a su hija descarriada, el departamento en el centro de Mar del Plata, los terrenos en las sierras de Alta Gracia y Ascochinga, la casita de Fortín Tiburcio, los tres autos, vendería todo lo que tiene y desaparecería del mapa de un día para el otro, sin dejar rastros, y se dedicaría a vivir por fin la vida, su propia vida, no la de los demás, y en los demás lo incluye naturalmente también a él, con ese pelito de nena, aun cuando es evidente que esa vida que llama suya, su abuelo no tiene la más mínima idea de cómo sería ni cómo querría vivirla, pero que sabe que es un cobarde, que nunca lo hará, que no le dará el cuero, y que por eso, porque el resplandor de esa otra vida, aunque imposible, nunca se apagará del todo y seguirá recordándole todo lo que desea y no hace, está condenado a una amargura sin remedio, condenado a envenenarse y a envenenar la vida de los que lo rodean, él incluido, naturalmente, él y su pelo rubio de mariquita y su traje de Superman y sus dibujitos y esos crayones infames que dos por tres deja olvidados en el piso y después alguien aplasta sin darse cuenta y terminan hechos polvo en la alfombra, manchándola para siempre.
Sa mère lui a avoué qu’à vingt-cinq ans, condamnée par sa canaille de mari, qui a mis les voiles, à vivre entre les quatre murs de cet appartement destiné aux classes moyennes, et de nouveau à la merci de sa mère et de son père, chez qui la tristesse de voir leur fille unique élever seule son enfant n’est rien, absolument rien, comparée à l’euphorie triomphale que suscitent la possibilité de l’avoir encore auprès d’eux, sous leur influence, et surtout la preuve qu’ils avaient raison – ô combien ! – quand, quatre ans auparavant, à la veille d’un mariage organisé à la hâte, ils avaient prophétisé qu’aussi intenses soient-elles « ses “chaleurs” ne dureraient pas » et qu’avant deux ou trois ans, au maximum quatre, elle leur reviendrait, une main devant et une main derrière, sans avoir droit à rien, elle se sent vieille, usée, vide et, en un mot, morte, une morte vivante, c’est l’expression dont il se sert d’ailleurs quelques années plus tard pour l’évoquer dans son for intérieur, à chaque fois qu’il passe devant sa chambre à coucher au milieu de la matinée et la voit allongée parmi les oreillers, en peignoir, complètement immobile, le visage couvert de crème, deux morceaux de coton humide sur les yeux et deux ou trois flacons de pilules sur sa table de chevet, s’abandonnant à toutes sortes de traitements exécutés par une armée de femmes pleines d’attentions qu’elle désigne comme ses cosmétologue, masseuse, manucure, kinésithérapeute ou acupunctrice, peu importe, mais dont il sait bien, lui, que ce ne sont que des réanimatrices professionnelles, des personnes chargées, tels les pompiers ou les maîtres nageurs, de ramener à une vie par ailleurs assez précaire des gens qui ont déjà un pied dans la tombe. Sa grand-mère qui, en public, c’est-à-dire essentiellement en présence de son mari, n’ouvre la bouche que pour dire « oui » ou « bien » – et seulement lorsque celui-ci lui adresse la parole –, rire aux plaisanteries lestes des émissions comiques qu’elle regarde à la télévision ou enfourner des bouchées de nourriture qu’elle coupe préalablement en morceaux de plus en plus petits dans son assiette, lui avoue un jour que son mari vient de découvrir, caché dans un bas, l’argent qu’elle a économisé jour après jour et pièce par pièce pendant quatre ans, le détournant sans qu’il le remarque de la très modeste enveloppe qu’il daigne lui donner afin de pourvoir aux dépenses courantes de la maison, dans le but de s’acheter un rasoir capable d’en finir avec le duvet qui lui fait honte depuis qu’elle a combien, trente ans ?, et que son mari, naturellement, ne veut pas et n’a jamais voulu qu’elle élimine de son visage, car il sait que, bien que ce duvet ne lui plaise pas à lui non plus tant il la vieillit prématurément et lui donne un air masculin, il remplit une fonction quoi qu’il en soit vitale, peut-être la plus vitale de toutes, empêcher que puisse la trouver désirable un autre que lui qui, par ailleurs, ne la désire plus depuis des années, et qu’après l’avoir trouvé et l’avoir obligée à comparaître devant lui sur le lieu même du délit, comme on dit, il a compté les billets et les pièces de monnaie un par un puis a calculé le montant exact qu’elle lui avait volé selon lui, avant de la contraindre par la menace, y compris physique, à révéler l’usage qu’elle pensait faire de cet argent, puis l’a forcée à jeter jusqu’au dernier centime dans la gueule sombre de l’ incinérateur. Son grand-père qui, alors déjà, quand il a quatre ou cinq ans, a pour habitude de lui dire bonjour à sa manière immuable, c’est-à-dire en saisissant une grande mèche de cheveux sur le sommet de son crâne et en tirant fort dessus pendant qu’il lui demande à l’oreille : « Quand est-ce que tu vas te décider à couper cette tignasse de fille, hein, espèce de petite tapette ? », le surprend un jour en train de créer ses précoces bandes dessinées sur des feuilles de papier Canson aussi grandes que des draps, s’assied en face de lui, au bord de la table basse du salon, croise les doigts puis garde les yeux fixés sur lui pendant les vingt minutes qui suivent et, telle une douche froide, lui raconte que si ça ne tenait qu’à lui il vendrait tout, l’usine qu’il a bâtie à partir de rien, malgré l’incrédulité et même les sarcasmes de son propre père, un immigrant employé des chemins de fer, et qui, en plus de nourrir une cinquantaine de personnes, lui permet à présent de jouir d’un train de vie que son grinçant paternel n’aurait cru accessible qu’à des gens nés avec une cuillère en argent dans la bouche et avec derrière eux des siècles et des siècles de richesse ;
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