Translation for "tallando" to french
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Tal vez estuviese en el bosque tallando sus esculturas.
Peut-être était-il sorti en forêt s’occuper de ses sculptures ?
Por encima de la cota máxima a que llegaban los árboles se veía el perfil de los picachos y las cresterías, las antiguas siluetas de los menhires, los dólmenes, las esculturas que la propia naturaleza había ido tallando.
Au-dessus de la forêt, la ligne des crêtes et des sommets dessinait des formes d’une beauté stupéfiante, des sculptures naturelles évoquant les anciens mégalithes.
Sinan se sentó a su lado, le puso paños empapados en vinagre en el rostro y los brazos, y siguió tallando. Al romper el alba, la fiebre había remitido. Sinan abrió el puño cerrado del chico, le dejó en la palma de la mano un regalo y se marchó.
Sinan resta auprès de lui, enveloppa son visage et ses bras de linges humectés de vinaigre et reprit sa sculpture. À l’aube, voyant que sa température était tombée, il ouvrit le poing serré du garçon, y plaça un cadeau et s’en fut.
También se encontraban allí los tallistas procedentes de Paekche, en Corea, aunque por esas fechas ya sólo se aferraban a su presencia en previsión de que sucediera algo, pues en los siglos que transcurrieron desde la primera aparición de los imagineros que llegaron junto con las doctrinas de Buda, y gracias también a los numerosos viajes de aprendizaje realizados a China, los maestros japoneses aprendieron la profesión divina con tal perfección que sus facultades no sólo fascinaron a sus antiguos maestros de Paekche sino también a los monjes y a los creyentes laicos, de modo que los coreanos ya participaban sobre todo por respeto a los preceptos tradicionales en los prolijos trabajos en la época de preparación de las estatuas que hacían de complemento y solamente ayudaban a los escultores y tallistas con indicaciones básicas o, más bien, formales y, de hecho, no intervenían en el verdadero proceso, es más, para ser sinceros, ya ni siquiera habrían sabido hacerlo, pues ellos mismos se quedaban a veces asombrados al ver las nuevas soluciones técnicas, las soluciones japonesas del tallado de estatuas vacías, por ejemplo, se admiraban de la evolución de las herramientas para tallar y cincelar y de los procedimientos propios del lugar a la hora de pulir, se sorprendían de la composición para ellos desconocida de la laca y, por supuesto, se quedaban ahitos al ver toda esa cantidad de oro que la orden enviaba para dorar las estatuas realizadas y que guardaba de la forma más segura y rigurosa en la residencia cerrada del superior hasta que se empezaba a fundirlo y a convertirlo luego en hojas de oro batido finas como un suspiro, o sea, en una palabra, que simultáneamente con la construcción de pabellones, salas, celdas y residencias, de los corredores cubiertos, de los impresionantes tejados, de la pagoda y del campanario, del sistema de tres pórticos y del muro, comenzaban también a tallar las estatuas que en su día se colocarían en los santuarios, se ponían manos a la obra en el trabajo sagrado para llegar al cabo de un tiempo a la extraña situación de que los gigantescos Budas y Bodisatvas se hallaban listos ya en los talleres —que, por cierto, no se instalaban en el escenario de las obras sino en el interior de la ciudad, concretamente al otro lado, cerca de los Montes Occidentales—, de que los Budas y Bodisatvas llevaban tiempo ya listos y preparados para su colocación definitiva en los santuarios del monasterio, pero habían de quedar en los depósitos protegidos de estos talleres y esperar durante décadas o al menos durante unos años, como en el caso de una estatua de Buda sumamente importante en la que se trabajó muchísimo tiempo, antes de que se produjera el acontecimiento, la colocación definitiva, ya que el monasterio, lógicamente, tardaba más en construirse que las estatuas en esculpirse, de modo que durante mucho tiempo sólo podían acudir a los talleres, para admirarlas, los monjes privilegiados y las personas distinguidas que poseían la autorización necesaria para una visita de este tipo y, en efecto, las admiraban, pues eran realmente todas bellas y fascinantes, empezando por el enorme Amida-Buda concentrado y sentado en la calma infinita del inmenso trono de loto, pasando por las representaciones incomparablemente serenas de Sakyamuni, hasta llegar a los santos protectores budistas más insignificantes, aunque, eso sí, nadie sabía, ni siquiera los más iniciados y privilegiados, dónde se guardaba ni en qué taller ni quién había tallado o estaba tallando la estatua principal de Buda, destinada a ser la fuerza protectora del monasterio, pues esto se mantenía en el más absoluto de los secretos, nadie podía saberlo, nadie podía verlo y, es más, todo estaba organizado de modo y manera que los superiores de la orden mezclaban las informaciones para que, confundiendo los esfuerzos propios de la curiosidad, varios creyeran simultáneamente que ellos y sólo ellos estaban enterados, que ellos y sólo ellos sabían quién y dónde, de tal manera que al final eran varias las personas convencidas de ser los únicos guardianes del secreto, los únicos informados sobre la identidad del taller en que se trabajaba el célebre Buda, y se fueron difundiendo los rumores y las presuntas noticias, aunque, de hecho, nadie sabía nada, hasta que un buen día llegó el momento de la inauguración del monasterio y el Buda que apartaba la mirada, el de la caja dorada, fue colocado en su emplazamiento definitivo y se produjo exactamente lo contrario de cuanto todos preveían, porque ni los creyentes más distinguidos ni los últimos curiosos presentes en las fiestas y ceremonias de la inauguración dieron señales ni de ni admiración ni de impresión, ni de emoción ni de gratitud porque su monasterio construido durante años contara ya, por fin, con el santo principal en el lugar que le correspondía, sino que mostraron únicamente asombro, puesto que, en efecto, el Buda asombró a todos cuantos habían acudido a admirarlo y a ofrendarle, y a las almas más sencillas incluso las espantó aquello que pudieron ver, en medio de la aglomeración, en el lugar de honor del altar situado en el pabellón de oro.
Les sculpteurs sur bois de Paeckche, en Corée, étaient là cette fois encore, même si à cette époque leur présence n’était plus requise que par simple précaution, car au cours des siècles écoulés depuis l’apparition de l’art sculptural né avec la doctrine de Bouddha, les artistes japonais avaient acquis, lors de leurs nombreux voyages d’étude effectués en Chine, une maîtrise si parfaite de cette discipline sacrée que leur savoir-faire éblouissait aussi bien leurs anciens maîtres de Paeckche que les moines et les adeptes laïcs, c’était donc avant tout par respect de la tradition que les Coréens participaient aux longs travaux d’exécution des statues, l’aide qu’ils apportaient aux sculpteurs locaux se limitait avant tout à délivrer des recommandations d’ordre général, purement formelles, ils n’intervenaient pas dans le processus concret, d’ailleurs, pour dire la vérité, sans doute en eussent-ils été incapables, car ils étaient parfois les premiers à s’extasier à la vue de leurs trouvailles techniques légèrement innovantes, telles que la technique japonaise de sculpture sur bois creux, à admirer la sophistication de leurs ciseaux et burins, leur adresse dans l’art du polissage, à s’émerveiller devant la composition de leurs laques, inédite pour eux, et, naturellement, ils étaient ébahis devant la quantité d’or massif que la secte avait envoyé, destiné à recouvrir l’intégralité des statues, lequel or, en attendant qu’il soit fondu et transformé en feuilles d’une infinie finesse, était placé sous haute protection à l’intérieur de la résidence, fermée à clé, du dirigeant de la secte, tout cela pour dire que simultanément aux travaux d’édification des halls, des salles, des cellules, des pavillons, des galeries couvertes, des prodigieuses toitures, de la pagode, du campanile, des trois portes et du mur d’enceinte, les sculpteurs entreprirent les travaux sacrés de fabrication des statues destinées à prendre place dans les différents sanctuaires, si bien qu’au bout d’un certain temps on assista à une étrange situation, puisque les gigantesques Bouddha et Bodhisattva – exécutés dans des ateliers qui ne se trouvaient pas sur le site du monastère mais à l’autre bout de la ville, à proximité des montagnes de l’Ouest –, alors qu’il étaient prêts à être définitivement installés dans les sanctuaires, furent contraints d’attendre, même s’agissant d’une statue du Bouddha de très grande importance dont l’exécution avait nécessité une longue période de travail, de patienter de longues années dans les réserves bien gardées des ateliers, jusqu’au jour de leur installation définitive, car, de façon tout à fait logique, la construction du monastère nécessita beaucoup plus de temps que celle des statues, et durant une longue période seuls quelques moines privilégiés et hauts dignitaires, à qui l’on avait accordé une autorisation exceptionnelle, purent venir les admirer dans les ateliers, et ils les admirèrent, à leur juste valeur, car ils étaient tous, depuis les gigantesques Bouddha Amida assis en position de méditation dans le calme infini de leur trône de lotus et les images de Sakyamouni, avec son incomparable sérénité, jusqu’aux divinités mineures, tous étaient d’une beauté saisissante, tous à une exception près, car nul ne savait, personne, pas même parmi les plus initiés et les privilégiés, n’avait la moindre idée de l’endroit où se trouvait le Bouddha principal, protecteur de tout le monastère, et dont la statue devait prendre place au centre du pavillon d’or, personne ne savait dans quel atelier ni par qui il était, ou avait été sculpté, l’information était tenue secrète, on en ignorait tout, personne n’avait le droit de le voir, les dirigeants de la secte s’étaient même ingéniés à brouiller les informations afin de contrarier les efforts des curieux, laissant croire à plusieurs personnes à la fois que chacune était la seule à être informée du lieu, à connaître l’atelier et l’identité du sculpteur, tant et si bien qu’à la fin ils étaient plusieurs à penser être l’unique détenteur du secret, à être persuadés de connaître l’endroit où était sculpté le fameux Bouddha, les fausses informations et les rumeurs circulaient mais en réalité personne ne savait rien, et cela dura jusqu’au jour de l’inauguration du monastère, lorsque le Bouddha au regard détourné prit sa place définitive dans sa boîte dorée à l’or fin, produisant l’effet inverse de ce que tous avaient escompté, car lors des cérémonies d’inauguration, tous, depuis les hauts dignitaires jusqu’aux simples curieux, loin de s’extasier et de se prosterner, loin d’exprimer de l’émotion et des marques de gratitude maintenant que le Bouddha protecteur de leur monastère, dont l’édification avait duré des décennies, était enfin installé, ne purent dissimuler leur stupéfaction, tous ceux qui étaient venus l’admirer et lui témoigner leur dévotion étaient réellement stupéfaits, les âmes les plus simples semblaient même effrayées par ce que, dans la cohue générale, leur regard réussissait à capter sur la place d’honneur de l’autel du pavillon d’or.
Todavía estaban tallando aquellas piedras, mientras un niño de no más de doce años supervisaba los trabajos.
Le travail de gravure continuait d’ailleurs sur ces pierres, supervisé par un jeune garçon qui ne devait pas avoir plus de douze ans.
Los artistas del grabado en madera regentan grandes y complejos talleres en los que los empleados y discípulos hacen gran parte del trabajo calcando, tallando y entintando una vez que el maestro ha dibujado la imagen.
Ces artistes possédaient des ateliers importants, à la structure complexe. Les employés et les collaborateurs de l’artiste effectuaient la plus grande partie du travail – traçage, gravure et encrage – quand le maître avait terminé son dessin.
El coronel me hizo enviar al Hospital Neurológico de Tours, y una semana después me trasladaban al Hospital de Base 117 en la Fauche, donde perdí mi tiempo haciendo carpintería y tallando madera… Podrían haberme enviado de vuelta a casa o a trabajar y decidieron enviarme a trabajar.
» Le colonel me fit expédier à l’hôpital neurologique de Tours et une semaine plus tard on m’évacuait sur l’hôpital 117, à La Fauche, où je passai mon temps à faire de la menuiserie et de la gravure sur bois – on aurait pu soit me renvoyer chez moi, soit me renvoyer au boulot.
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