Translation for "objetual" to french
Translation examples
Cuando murió Goss, las luces del aparcamiento se habían atenuado dos veces y volvieron a encenderse en forma de «hip hip hurra», de júbilo objetual.
Quand il était mort, les ampoules du parking avaient baissé d’intensité à deux reprises avant de se remettre à briller dans un hip hip hip hourra, une joie d’objets.
La portada contenía el nombre del autor, el título de la obra y el año de edición, a continuación venía una página en blanco con la página de derechos en letra pequeña en el verso, y en la hoja siguiente empezaban sin más explicación los números, desde el cero, pasando por el uno, el dos, el tres, el cuatro, el cinco, el seis, el siete, el ocho, el nueve, hasta el diez, y así sucesivamente, las cifras se seguían pegadas unas a otras con signos minúsculos, casi microscópicos, de manera que no tardaban en llegar los cientos, los miles, las decenas de miles y los cientos de miles, todos según el riguroso orden lineal que correspondía a cada cifra, y luego los millones, los miles de millones y los billones, sin que quedase fuera, sin que se saltase, sin que se dejase de lado ni un solo número, tal era la precisión y minuciosidad, aunque, llegado a este punto, el billón, ocurrió por vez primera que no se plasmaba el orden consecutivo de los guarismos sino que se detenía, se paraba en el sentido de que se limitaba a señalar el punto en el que se hallaba, es decir, indicaba que se hallaba en el billón, es decir, escribía 1.000.000.000.000, añadía el siguiente número, o sea, 1.000.000.000.001 y agregaba que así sucesivamente hasta los diez billones, los cien billones, los mil billones y los diez mil billones y, después, los cien mil billones, y a partir de estas cantidades ya sólo comunicaba el punto de partida, es decir, al llegar al millón de billones o, dicho de otro modo, al trillón solamente ponía 1.000.000.000.000.000.000, pero ya no agregaba 1.000.000.000.000.000.001, sino que seguía con diez trillones, cien trillones, mil trillones y así sucesivamente hasta el cuatrillón, al tiempo que no dejaba de poner puntos suspensivos en el lugar de los números que evitaba hasta ese guarismo, el cuatrillón, el cual contenía veinticuatro ceros después del uno, y así continuaba hasta al quintillón, que contenía treinta ceros después del uno, y no se detenía, sino que proseguía con el sextillón, el septillón, el octillón, el nonillón, el decillón, y, después de escribir sesenta y seis ceros, que llamó el undecillón, continuó enumerando, y vinieron las ingentes cantidades de ceros desde el duodecillón hasta el vigintillón y luego hasta el centillón, para proseguir con un centillón y un millón, un centillón y mil millones, un centillón y un billón, un centillón y un trillón y, después, el centidecillón, el centiundecillón, el centiduodecillón y así sucesivamente hasta el centinonagintaoctillón y el centinonagintanonillón, y en todo este proceso apareció, por ejemplo, el siguiente asombroso número, que sonaba así, aunque él no lo escribía con letras sino, lógicamente, con cifras, igual que hasta entonces, es decir, aparecieron los novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintanonillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintaoctillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintaseptillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintasextillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintaquintillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintacuatrillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintatrillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintabillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintamillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintillones, para que a continuación señalara con los habituales puntos suspensivos que daría un salto, que daría, concretamente, un salto enorme y así fue enumerando hasta comunicar luego de improviso que ahora vendría el último número pronunciable en la gran obra titulada Ajuste de cuentas con el infinito, que era como aquí llamaba su obra por vez primera, vendría el último número pronunciable, que aparecía claramente en cursiva para que el lector no pudiese sustraerse a su importancia, el último número, los últimos mil doscientos nueves que pueden decirse, empezando, por atrás, con la retahíla de seiscientos nueves de los novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintanonillones hasta alcanzar un triunfal centillón y siguiendo con los seiscientos nueves que finalizan con los últimos novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, pues éste es el último número que puede pronunciarse, señala Sir Wilford, ya que no se puede ir más allá de la serie del centillón, ya que el centillón, lo convenció sin dejar lugar a dudas el profundo y minucioso estudio del Oxford English Dictionary, el centillón es la última potencia de diez que posee nombre propio, y a partir de allí los nombres desaparecen, y a partir de allí, continúa el autor, Sir Wilford Stanley Gilmore del Instituto de Investigaciones Matemáticas Gilmore-Grothendieck-Nelson, quien quiera continuarla serie, quien quiera ver que la serie de los números es finita, que no es un territorio infinito, deberá dar otro paso e imaginar todos los objetos en los que pueda escribirse y poner al principio del primero de estos objetos, con la cifra más pequeña imaginable, pero real —¡real, insiste Sir Wilford!—, el número uno y luego, con el mismo tamaño de cifra, cuyas extraordinarias dimensiones aún pueden reducirse con una intensidad también extraordinaria, todo lo que permita la capacidad de la ciencia en un momento dado, y luego, dice Sir Wilford, llenar de ceros, en apretadísimas hileras, todos los objetos de la tierra y del universo abarcable adecuados para ello, adecuados, explica Gilmore, para que se les escriba encima, poner, por tanto, todos los ceros posibles, de tal manera que en este universo apropiado para la escritura el último lugar lo ocupe un uno, luego un dos, luego un tres, hasta llegar al nueve, para que este nueve sea sustituido después por un cero en el último lugar y en el penúltimo aparezca entonces un uno en vez del cero y luego un dos y un tres hasta el nueve, y este nueve sea sustituido otra vez por un cero, pero de tal modo que en el antepenúltimo lugar aparezcan entonces un uno, un dos, un tres, hasta llegar al nueve, de forma que no sólo por todos los papeles existentes, sino también por todo el espacio objetual del universo pasa la serie de decimales entre esos dos minúsculos números uno, retrocediendo hasta llegar al primero, donde no ocurre más, aclara Gilmore, que el uno que figura en el primer lugar del universo objetual apto para la escritura se convierte en un dos, que se convierte luego en un tres hasta llegar al nueve, mientras, como es lógico, retrocede desde el último lugar la serie de nueve cifras hacia el dos situado en primero, después hacia el tres situado en primero y por último hacia el nueve situado en primero, para alcanzar así, en última instancia, el resultado final, que es TODOS LOS NÚMEROS NUEVE que puedan escribirse en todos los objetos del mundo y del universo en los cuales pueda escribirse con las cifras más pequeñas posibles, esto es, así concluye el autor su revolucionaria argumentación, EL ÚLTIMO NÚMERO, el número más grande, que no tiene otro más grande en la realidad, puesto que la realidad es finita, comunica Sir Wilford al agotado y asombrado lector, sólo podemos construir el infinito mediante agudas abstracciones y por el hecho de que la verdadera magnitud supera en tal medida la facultad de comprensión e imaginación de la conciencia humana que, al no ser capaz de seguir ese algo real, pero inconcebiblemente grande para ella, lo percibe como infinito, que para ella viene a ser, lógicamente, algo así como el infinito pero no la realidad del infinito, que sólo osan afirmar, construyendo estructuras abstractas, unos matemáticos llamados teóricos, depravados y malvados hasta la médula, sumidos en la investigación de juegos y no de la realidad, según los cuales si decimos, por ejemplo, que siempre existe un número más grande que el número más grande ya estamos demostrando de manera indiscutible la existencia del infinito, o sea, estamos refutando supuestamente el trabajo al que él ha dedicado su vida, refutando supuestamente la tesis de este libro, pero, claro, no es una refutación, escribe el residente del Instituto Gilmore-Grothendieck-Nelson, sino una simple construcción, cuya validez no podemos descubrir ni demostrar en la realidad por la sencilla razón de que la realidad no conoce el número infinito, no conoce la cantidad infinita, de que la cantidad infinita no existe para la realidad, porque la realidad sólo existe en territorios finitos, pues, de lo contrario, la propia existencia, la propia realidad serían imposibles, es decir, la realidad es de naturaleza objetual, señala con una formulación un tanto improvisada Sir Wilford, y mientras existan las cosas, habrá entre ellas distancias conceptuales, y mientras exista este tipo de distancia entre dos cosas en la realidad, que yo, insiste el autor, no sólo no niego sino que considero lo único existente, porque única y exclusivamente existe la realidad, es decir, que mientras exista entre dos cosas reales una distancia, que puede referirse a la parte más insignificante de la materia, mientras exista, pues, una distancia entre dos elementos, dos partículas, dos dioses, dos pájaros, dos pétalos, dos suspiros, dos disparos, dos contactos, escribe Gilmore, el mundo, el universo, será finito y no infinito, porque lo infinito, así llega Sir Wilford Stanley Gilmore a la última frase de su obra, el infinito sólo podría existir si entre dos cosas, dos elementos, dos partículas, dos dioses, dos pájaros, dos pétalos, dos suspiros, dos disparos, dos contactos, no hubiera una distancia, sólo y exclusivamente en este caso podríamos hablar del infinito, sólo en el caso de que esta distancia no existiese.
La page de titre révélait le nom de l’auteur, le titre de l’ouvrage et l’année de sa publication, suivait une page blanche au verso de laquelle se trouvait le copyright, imprimé en lettres minuscules, et sur la page suivante, sans le moindre préambule, des chiffres arabes commençaient, zéro, un, puis deux, trois, quatre, cinq, six, sept, huit, et neuf, et dix, et ainsi de suite, les nombres, imprimés en caractères microscopiques, se succédaient, très serrés, on arrivait rapidement aux centaines, aux milliers, aux dix mille, aux cent mille, tous les nombres se succédaient selon un ordre linéaire progressif, jusqu’aux millions, aux milliards, aux billions, avec une exactitude et une précision terrifiantes, sans omettre, sans sauter le moindre nombre, le moindre chiffre, jusqu’au moment où, après la série des milliards, l’auteur parvint au premier billion, car ici, pour la première fois, les nombres ne furent plus exprimés dans un ordre progressif, l’un après l’autre, autrement dit l’auteur cessa de tracer la forme de chacun des chiffres, mais se contenta de signaler l’ordre de grandeur, par exemple, arrivé au billion, il inscrivit 10 000 000 000 000, puis le suivant, c’est-à-dire 10 000 000 000 001, et ajouta : « et ainsi de suite » jusqu’à dix billions, et puis ce furent cent billions, mille billions, cent mille billions, et, une fois ces grandeurs atteintes, il n’exprima plus que les unités, c’est-à-dire qu’arrivé aux mille billions, ou trillions, il inscrivit 1 000 000 000 000 000 000, mais il ne se donna pas la peine d’ajouter 1 000 000 000 000 000 001, et passa directement aux dix trillions, puis aux cent trillions, aux mille trillions, jusqu’au quadrillion, en indiquant toujours les nombres laissés de côté par des pointillés, le quadrillion, donc, composé du chiffre un suivi de vingt-quatre zéros, puis il poursuivit jusqu’au quintillion, un 1 suivi de trente 0, et il ne s’arrêta pas là, non, il poursuivit jusqu’au sextillion, puis au septillion, à l’octillion, au nonillion, au décillion, qu’il nomma le un-décillion, après avoir inscrit un 1 suivi de soixante-six 0, et il poursuivit son énumération, puis apparurent des nombres comportant une quantité ahurissante de zéros, des duodécillions aux vingtillions, et puis il atteignit le centillion, et le million de centillions, le milliard de centillions, le billion de centillions, le trillion de centrillions, puis le décillion de centillions jusqu’au décillion de duocentillions, et arriva ainsi, vers la fin du livre, à ce nombre époustouflant (dans le livre, bien entendu, il était exprimé en chiffres, non en lettres) : neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf décillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf duodécillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintaseptillons neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintasextillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintaquintillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintaquadrillons neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintatrillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonaginta-billions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonaginmillions neuf cent quatre-vingt-dix-neuf mille neuf cent quatre-vingt-dix-neuf nonagintillions, après quoi s’ensuivaient les habituels points de suspension, pour signaler qu’il sautait une étape, mais une étape démesurément grande, et puis tout à coup, il annonça qu’à partir d’ici il allait utiliser la notation exponentielle, mais que dans chaque cas, le lecteur devait lire à voix haute le nombre donné, puisqu’il lui était possible de prononcer ce qu’il allait lire, après quoi il inscrivit « dix puissance cent-vingt moins un », et déclara que ce nombre était le dernier nombre prononçable dans l’ouvrage intitulé En finir avec l’infini, titre utilisé pour la première fois par l’auteur en parlant de son propre travail, le dernier nombre prononçable, ces mots étaient imprimés en gras et en italique pour s’assurer qu’ils n’échapperaient pas à l’attention du lecteur, car ensuite, affirmait l’auteur, Sir Wilford Stanley Gilmore de l’institut de Mathématiques Gilmore-Grothendieck-Nelson, la série pouvait être continuée avec « dix puissance cent-vingt plus un », « dix puissance cent vingt plus deux », « dix puissance cent vingt plus trois », ce qui donnait, n’est-ce pas, un 1 suivi de cent dix-neuf 0 plus un 3, et cette suite devait être continuée par toute personne qui, écrivait-il, désirait voir que l’ordre des nombres constituait un domaine fini et non infini et, pour ce faire, il devait passer à l’étape suivante, qui consistait à imaginer tous les objets sur lesquels on pouvait écrire, et d’inscrire au début du tout premier de ces objets le chiffre 1, sous la forme la plus minuscule que l’on puisse imaginer, mais qui soit réelle – et Sir Gilmore d’insister : réelle ! –, puis, en conservant la même taille, laquelle pouvait être encore réduite dans des proportions phénoménales, proportions dont seule la science pouvait fixer les limites, couvrir de suites de zéros, les plus serrées possible, tous les objets accessibles de la terre et de l’univers, propres à cet usage, c’est-à-dire sur lesquels on pouvait écrire, écrivez autant de zéros que possible, expliquait Gilmore, et faites figurer à la dernière place, dans cet univers propre à supporter l’écriture, le chiffre un, puis deux, trois, et ainsi de suite jusqu’à neuf, pour ensuite remplacer le neuf par un zéro, et remplacer le zéro précédent par un un, puis un deux, trois, jusqu’à neuf, après quoi vous remplacez le neuf par un zéro, mais cette fois en inscrivant un chiffre un à l’antépénultième place, puis un deux, un trois, et ainsi de suite jusqu’à neuf, et vous verrez ainsi défiler de la dernière à la première place, non seulement sur l’intégralité du papier existant mais dans l’intégralité de l’univers des objets sur lesquels il était possible d’écrire, la série complète des nombres décimaux, encadrés par deux chiffres 1 d’une incommensurable petitesse, ou, pour dire les choses autrement, précisait Gilmore, le chiffre un, placé en première position dans l’univers des objets sur lesquels il était possible d’écrire, était suivi d’un deux, puis d’un trois, et ainsi de suite jusqu’à neuf, mais bien entendu, tout le stock de nombres composés de 9 pouvait repartir en sens inverse de la dernière place en direction de la première, cette fois occupée par un deux, puis un trois, et ainsi de suite jusqu’à neuf, pour de cette façon parvenir au résultat final, c’est-à-dire à l’INTÉGRALITÉ DES NEUF que l’on pouvait écrire sous la forme la plus minuscule, actuellement et techniquement, possible, sur tous les objets existant dans le monde et dans l’univers, c’est-à-dire le DERNIER NOMBRE, et c’est ici que l’auteur dévoilait pleinement sa pensée révolutionnaire, le plus grand nombre existant dans la réalité, car la réalité est finie, annonçait-il au lecteur aussi épuisé qu’interloqué, l’infini n’est qu’une construction fondée sur d’ingénieuses abstractions et sur la nature de la conscience humaine, laquelle sait que la grandeur réelle de la quantité infinie dépasse les capacités intellectuelles et imaginatives de cette conscience, qui, étant incapable d’appréhender cette grandeur, réelle mais insaisissable, la perçoit comme infinie, et, pour elle, bien entendu, l’infini perçu et l’infini ne font qu’un, alors que cela n’a rien à voir avec la réalité de l’infini, et seules des constructions abstraites issues de théories émises par des mathématiciens dégénérés et malfaisants, qui préfèrent s’adonner au jeu plutôt qu’à la recherche de la réalité, osent énoncer des phrases du genre : à tout nombre, aussi grand soit-il, il existe un nombre plus grand que lui, et voilà, pour eux c’est amplement suffisant, voilà la preuve irréfutable de l’infini, autrement dit, la réfutation de la thèse développée dans cet ouvrage, et du travail de toute une vie, la sienne, mais pas du tout, cela ne démentait aucunement sa thèse, affirmait le locataire de l’institut Gilmore-Grothendieck-Nelson, ce n’était qu’une construction, dont la validité ne pouvait être ni découverte ni démontrée dans la réalité, pour la simple et bonne raison que la réalité ne connaissait pas les nombres infinis, ne connaissait pas la quantité infinie, du point de vue de la réalité, la quantité infinie n’existait pas, car la réalité n’existait que dans un domaine exclusivement fini, sans quoi l’existence elle-même, la réalité elle-même, seraient impossibles, la réalité était donc de nature objective, résumait un peu sommairement Sir Gilmore, et tant qu’il existerait des choses il y aurait entre elles une distance conceptuelle, et tant que ce type de distance entre deux choses existerait dans la réalité, une réalité que moi, je ne nie pas puisqu’elle est la seule dont je reconnaisse l’existence, puisque seule la réalité existe, donc, tant qu’il existera une distance entre deux choses dans la réalité, même entre les plus infimes parties de la matière, tant qu’il y aura une distance entre deux particules, deux éléments, deux dieux, deux oiseaux, deux pétales de fleurs, deux soupirs, deux tirs de fusil, deux caresses, énonçait Gilmore, le monde et l’univers seront : finis, et non infinis, car l’infini – et Sir Wilford Stanley Gilmore d’entamer ici la dernière phrase de son ouvrage – ne pourrait exister que dans un seul cas, s’il existait deux choses, deux éléments, deux particules, s’il existait deux dieux, deux oiseaux, deux pétales de fleurs, s’il existait deux soupirs, deux tirs de fusil, deux caresses, sans rien, sans aucune distance entre eux, tel est le seul et unique cas où nous pourrions parler d’infini, si cette distance n’existait pas.
De estuches personales y objetuales hablaba la revista.
Les magazines parlaient de la manière d’emballer les gens et les choses.
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