Traduction de "arraigarse" à française
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Exemples de traduction
Los grandes visionarios que entonces gobernaban el país, ofrecieron esa metáfora de la nada que es nuestra pampa a “Todos los hombres de buena voluntad”, necesitados de un hogar, de un suelo en que arraigarse, dado que es imposible vivir sin patria, o Matria, como pretería decir Unamuno, ya que es la madre el verdadero fundamento de la existencia.
Les grands visionnaires qui gouvernaient alors le pays offrirent cette métaphore du néant qu'est notre pampa à « tous les hommes de bonne volonté » en quête d'un foyer, d'une terre où jeter leurs racines, puisqu'il est impossible de vivre sans patrie, ou Matrie, comme préférait dire Unamuno, car c'est la mère qui est la véritable base de l'existence.
Por otra parte, en este punto se concentran los ataques de sus detractores: en su esfuerzo por arraigarse en toda la historia de la música ellos ven eclecticismo;
C’est d’ailleurs là que se concentrent les attaques de ses détracteurs : dans son effort pour s’enraciner dans toute l’histoire de la musique ils voient éclectisme ;
La decisión estaba tomada en mi espíritu, pero debía arraigarse en la lucha con quienes me tentaban con puestos importantes y me agobiaban con su certeza de la trascendente misión que yo debía a la física.
La décision était prise dans mon esprit, mais elle devait s'enraciner dans ma lutte contre ceux qui me tentaient en m'offrant des postes importants et faisaient pression sur moi, convaincus de l'importance transcendante de ma mission de physicien.
Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle. «Mercancía dañada», pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían tictac; Jimmy sintió la tristeza arraigarse en él, acurrucarse en su interior como si buscara un cálido hogar, y ni siquiera se esforzó en desear que se fuera, porque una parte de él comprendió que era inútil.
Il avait l’impression d’être vieux. Aussi vieux que ses parents, aussi vieux que la rue. Foutu, songea Jimmy, qui laissa retomber son bras. Il vit encore Dave lui adresser un léger hochement de tête, puis baisser le store avant de retourner dans cet appartement aux murs bruns dont seul le tic-tac des pendules troublait le silence, et Jimmy sentit la tristesse s’enraciner en lui, se blottir parmi ses entrailles comme dans un nid douillet, et cette fois, il ne tenta même pas de souhaiter qu’elle s’en aille, car une partie de lui avait déjà compris que cela ne servait à rien.
(«esta es la habitación de tus padres», decía tía Adela, y entrabas en una gran estancia luminosa, donde el sol espejeaba en las bolas de cobre que remataban los cuatro ángulos de una inmensa cama cuadrada, alta como un barco, y recubierta de una colcha de algodón blanco, festoneada, y las cortinas de cretona ajada temblaban al viento de la mañana, había muebles de cerezo, una coqueta sobre la que se alineaban frascos de plata vieja, con tapones macizos de cristal tallado, y cepillos de concha y de plata sobredorada, y en la ranura del marco de madera del espejo se habían introducido unas cuantas fotografías amarillentas, veías a un niño de cinco años vestido de marinero, eras tú, Ramón Mercader, «tu madre se quedaba aquí por las mañanas», decía tía Adela, «estaba delicada de salud, abría las ventanas para oírte jugar en el parque», y era insoportable, hubieras deseado estar en otro lugar, o bien poder interrumpir la charla conmovida de la vieja solterona, pero estabas fascinado por la imagen de aquel niño de cinco años vestido de marinero, que había jugado en el parque bajo la vigilancia apasionada de una madre de salud frágil, lejana imagen de otra persona que eras tú mismo, indescifrable, «y durante todo este año tu madre se fue apagando», decía tía Adela, «se debilitaba día a día, y por fin, en la noche del 17 de julio de 1936 murió en los brazos de tu padre, y sus últimas palabras fueron para ti, para recomendamos que cuidáramos mucho de ti», y tú te preguntabas, en la náusea de ese recuerdo inaccesible, si era el presentimiento de esa muerte próxima lo que ensombrecía los ojos del niño vestido de marinero, en la fotografía amarillenta de la coqueta, o bien si era la premonición de tu intrusión, veinte años más tarde, en ese universo intacto que tu presencia actual hacía estallar en mil pedazos de cristal cortante, pero la vieja solterona seguía hablando, sin dejar de ir de un lado a otro de la habitación tocando objetos, que levantaba maquinalmente sin verlos antes de volver a dejarlos en su lugar, decía que «estaba escrito, tu nacimiento fue al día siguiente de la proclamación de la República, qué gran alegría, tu padre creyó que era como un presagio, pero el destino no ha querido que las cosas fueran tal como tu padre las había soñado, y tu madre murió el mismo día en que llegaron las primeras noticias de aquella sublevación militar, en Marruecos, y luego, ya ves, tú te fuiste, te has hecho hombre en un país extranjero», y su voz se había quebrado, habías visto lágrimas en sus ojos, sabías que ella hubiese querido en aquel momento hablarte de la muerte de tu padre, que te había contado largamente en una de sus primeras cartas, liberándose así de un largo sufrimiento solitario, de un sombrío horror que a partir de entonces ya seríais dos a soportar, y) se olvida de Brouwer y de esa historia que Moedenhuik había contado, acerca de Brouwer y del encargado de negocios de la República española, se olvida completamente de por qué está ahí, inmóvil, ante la verja cerrada de esa casa del Plein 1813, piensa que en aquel mismo momento Inés está tal vez abriendo las ventanas de la alcoba grande, en la casa de Cabuérniga, o está leyendo un libro, en la galería cubierta, sin dejar, de vigilar con el rabillo del ojo los juegos de Sonsoles, en la terraza de fina arena que se extendía al pie de la casa, (y hasta el segundo día no habías ido al cementerio del pueblo, abandonando a tía Adela, nerviosa y triste, en la casa, y ella te había explicado cómo encontrar las tumbas, pero tú antes te habías paseado por las avenidas, entre las lápidas funerarias, mirando distraídamente los nombres grabados en ellas, antes de dirigirte hacia el lugar en que sabías, según la descripción minuciosa de tía Adela, que ibas a encontrar las dos tumbas, una al lado de la otra, y habías leído en las lápidas, limpias y bien cuidadas, los dos nombres, en la de la izquierda, Sonsoles Avendaño de Mercader, debajo de una cruz, y en la de la derecha, José María Mercader y Bulnes, y también habías leído las fechas, 17 de julio de 1936, en la de la izquierda, 5 de setiembre de 1937, en la de la derecha, en la que no había cruz, ni tampoco las tres iniciales del Requiescat in Pace, solo el nombre y la fecha, porque fue después de la caída de Santander en manos de las tropas italianas de las divisiones Littorio, Llamas Negras y 23 de Marzo, cuando «tu padre volvió a su casa», decía tía Adela, «para esperar los acontecimientos, puesto que de todos modos se había negado a embarcarse en una de las traineras sobrecargadas de refugiados que durante aquellos días habían intentado llegar a Francia, había vuelto a su casa, a pie, andando de noche a través de un territorio ya ocupado por las tropas italianas y las brigadas navarras de Solchaga, había llegado aquí, al amanecer, y se había encerrado en su cuarto, el cuarto donde tu madre había muerto, durante dos días había estado ordenando papeles, cartas antiguas, fotografías, y al atardecer del 5 de setiembre se presentaron dos coches, a toda velocidad, en la avenida de los castaños, dos coches cargados de hombres jóvenes, algunos eran aún adolescentes, que reían brutalmente, hombres armados, que llevaban la camisa azul de la Falange, con el yugo y las cinco flechas bordadas en rojo, en el lado del corazón, y tu padre había ido a su encuentro, en la escalera de su casa», pero la vieja solterona tampoco esta vez había podido terminar su relato, cuya continuación sin embargo tú ya conocías, pues te había escrito una larga carta tres meses después de tu regreso, sabías que aquellos hombres, en el alborozo de su fuerza, del sentimiento de impunidad que les daba la victoria, pero también de la convicción de no ser más que los instrumentos de una justicia implacable, alimentada por más de un siglo de sangre, esos hombres habían arrastrado a José María Mercader hasta los coches, que habían arrancado de nuevo rápida y violentamente, en medio de los gritos y del ruido agudo de las bocinas, hacia el recinto del viejo cementerio, y, como la tarde ya había caído, habían encendido los faros de los automóviles, y a la luz de los faros, de espaldas a la tapia —según un testigo, años más tarde, se había atrevido a referir a Adela Mercader— tu padre había levantado el puño haciendo el saludo del Frente Popular, él, cristiano, él, burgués, que había elegido el bando de los pobres en esa guerra entre los pobres y los ricos, había levantado, pues, el puño, gritado algo que el estampido de la descarga había hecho inaudible, levantado el puño para no estar solo en aquel último momento, para volver a encontrar, aunque solo fuera durante una fracción de segundo, en el momento de morir, esa cólera y esa alegría, esa fuerza y esa esperanza, en el saludo de los pobres que iban a morir a centenares, a millares, en el curso de estos años, como morían desde hacía un siglo, levantado el puño a la luz de los faros, gritando algo, para no estar solo, para arraigarse definitivamente en ese ejército de cadáveres invencibles, ese sordo ejército de obreros y de campesinos que iban a morir, levantado el puño, él, el abogado católico, para estar entre los suyos, con los suyos, en el momento de morir, con los que quemaban las iglesias, rabiosamente, desesperadamente, jubilosamente, levantado el puño a la luz de los faros, entre los insultos, tal vez, o los sarcasmos, de los jóvenes de su clase, de su mundo, pero él había elegido morir con otra clase, con otro mundo, con ese sombrío, inmenso ejército de cadáveres que poblaría de gritos y de sangre, de puños levantados, las noches de esta España, durante un decenio más, y tú mirabas ahora las dos lápidas, una al lado de la otra, juntas en el verdor herboso del gran sueño, las mirabas a la luz de setiembre, de nuevo veías ese nombre femenino, SONSOLES, y) Inés, en aquel preciso instante;
(« voici la chambre de tes parents », disait tante Adela, et tu entrais dans une grande pièce claire, où le soleil miroitait sur les boules de cuivre aux quatre coins d'un immense lit carré, haut comme un navire, et recouvert d'une courtepointe en coton blanc, festonnée, et les rideaux de cretonne défraîchie tremblaient dans le vent du matin, il y avait des meubles en merisier, une coiffeuse sur laquelle s'alignaient des flacons de vieil argent, aux bouchons épais de cristal taillé, et des brosses d'écaillé et de vermeil, et dans la rainure du cadre en bois de la glace quelques photographies jaunies avaient été glissées, tu voyais un petit garçon de cinq ans, en costume marin, c'était toi, Ramón Mercader, « ta mère se tenait ici, dans la matinée », disait tante Adela, « sa santé était fragile, elle ouvrait les fenêtres pour t'entendre jouer dans le parc », et c'était insupportable, tu avais souhaité être ailleurs, ou bien pouvoir interrompre le bavardage ému de la vieille demoiselle, mais tu étais fasciné par l'image de ce petit garçon de cinq ans, en costume marin, qui avait joué dans le parc sous la surveillance passionnée d'une mère à la santé fragile, lointaine image d'un autre toi-même, indéchiffrable, « et tout au long de cette année-là ta mère s'est éteinte », disait tante Adela, « elle s'est affaiblie, jour après jour, et c'est finalement dans la soirée du 17 juillet 1936 qu'elle est morte, dans les bras de ton père, et ses derniers mots ont été pour toi, pour nous recommander de prendre bien soin de toi », et tu te demandais, dans la nausée de ce souvenir inaccessible, si c'est le pressentiment de cette mort prochaine qui assombrissait les yeux du petit garçon en costume marin, sur la photographie jaunie de la coiffeuse, ou bien si c'était la prémonition de ton intrusion, vingt ans après, dans cet univers intact que ta présence actuelle faisait éclater en mille morceaux de verre coupant, mais la vieille demoiselle parlait encore, tout en se déplaçant dans la chambre et en touchant des objets, qu'elle soulevait machinalement, sans les voir, avant de les remettre à leur place, elle disait que « c'était écrit, ta naissance s'est produite au lendemain de la proclamation de la République, quelle grande joie, ton père y a vu comme un présage, mais le destin n'a pas voulu que les choses soient ainsi que ton père les avait rêvées, et ta mère est morte le jour même où sont arrivées les premières nouvelles de ce soulèvement militaire, au Maroc, et* voilà, tu es parti, tu es devenu homme dans un pays étranger », et sa voix s'était brisée, tu avais aperçu des larmes dans ses yeux, tu savais qu'elle aurait voulu, à ce moment, te parler de la mort de ton père, qu'elle t'avait racontée, longuement, dans l'une de ses premières lettres, se délivrant ainsi d'une longue souffrance solitaire, d'une sombre horreur que vous seriez deux à supporter, désormais, et) il oublie Brouwer, et cette histoire que Moedenhuik avait racontée, à propos de Brouwer et du Chargé d'Affaires de la République espagnole, il oublie complètement pourquoi il se tient, immobile, devant la grille fermée de cette maison du Plein 1813, il pense qu'en ce moment même Inès est peut-être en train d'ouvrir les fenêtres de la grande chambre à coucher, dans la maison de Cabuérniga. ou bien en train de lire un livre, dans la galerie couverte, tout en surveillant du coin de l'œil les jeux de Sonsoles, sur la terrasse de sable fin qui s'étendait au pied de la maison, (et ce n'est que le deuxième jour que tu avais marché jusqu'au cimetière du village, abandonnant tante Adela, nerveuse et triste, à la maison, et elle t'avait expliqué où trouver les tombes, mais tu t'étais d'abord promené dans les allées, parmi les dalles funéraires, regardant distraitement les noms qui y étaient inscrits, avant de te diriger vers l'endroit où tu savais, d'après la description minutieuse de tante Adela, trouver les deux tombes, côte à côte, et tu avais lu sur les pierres soigneusement entretenues les deux noms, sur celle de gauche, SONSOLES AVENDAÑO DE MERCADER, au-dessous d'une croix, et sur celle de droite, JOSÉ MARÍA MERCADER Y BULNES, et tu avais lu les dates, aussi, 17 juillet 1936, sur celle de gauche, 5 septembre 1937, sur celle de droite, où il n'y avait pas de croix, ni non plus les trois initiales du Requiescat In Pace, simplement le nom et la date, car c'est après la chute de Santander aux mains des troupes italiennes des divisions Littorio, Flammes Noires et 23 mars que « ton père était revenu dans sa maison », disait tante Adela, « pour attendre les événements, puisqu'il avait de toute façon refusé de partir dans l'un des chalutiers surchargés de réfugiés qui avaient essayé, au cours de ces journées, de gagner la France, il était revenu dans sa maison, à pied, marchant la nuit à travers un territoire déjà occupé par les troupes italiennes et les brigades navarraises de Solchaga, il était arrivé ici, à l'aube, et il s'était enfermé dans sa chambre, la chambre où ta mère était morte, il avait pendant deux jours trié des papiers, des vieilles lettres, des photographies, et au soir du 5 septembre deux voitures sont apparues, roulant à toute vitesse, dans l'allée de châtaigniers, deux voitures chargées d'hommes jeunes, certains étaient encore adolescents, qui riaient brutalement, des hommes armés, portant la chemise bleue de la Phalange, avec le joug et les cinq flèches brodés en rouge, sur le côté du cœur, et ton père était descendu à leur rencontre, dans l'escalier de sa maison », mais la vieille demoiselle n'avait pas pu, cette fois-là non plus, terminer son récit, dont tu connaissais la suite, cependant, car elle t'avait écrit une longue lettre, trois mois après ton retour, tu savais que ces hommes, dans l'allégresse de leur force, du sentiment d'impunité que leur donnait la victoire, mais aussi bien de la conviction de n'être que les instruments d'une justice implacable, nourrie par plus d'un siècle de sang, ces hommes avaient entraîné José María Mercader jusqu'aux voitures, qui avaient de nouveau démarré en trombe, au milieu des cris et du bruit aigu des klaxons, vers l'enclos du vieux cimetière, et le soir déjà était tombé, ils avaient allumé les phares des automobiles et, à la lumière des phares, collé au mur — ainsi qu'un témoin, des années plus tard, avait osé le rapporter à Adela Mercader —, ton père avait levé le poing dans le salut du Front populaire, lui, chrétien, lui, bourgeois, qui avait choisi les pauvres dans cette guerre entre les pauvres et les riches, il avait donc levé le poing, crié quelque chose que le bruit de la décharge avait rendu inaudible, levé le poing pour n'être pas seul à ce moment dernier, pour retrouver, ne fût-ce qu'une fraction de seconde, au moment de mourir, cette colère et cette joie, cette force et cet espoir, dans le salut des pauvres qui allaient mourir, par centaines, par milliers, au cours de ces années, comme ils mouraient depuis un siècle, levé le poing dans la lumière des phares, en criant quelque chose, pour ne pas être seul, pour définitivement s'enraciner dans cette armée de cadavres invincibles, cette sourde armée d'ouvriers et de paysans qui allaient mourir, levé le poing, lui, l'avocat catholique, pour être parmi les siens, avec les siens, au moment de mourir, avec ceux qui brûlaient les églises, rageusement, désespérément, joyeusement, levé le poing dans la lumière des phares, sous les insultes, peut-être, ou les sarcasmes, des jeunes gens de sa classe, de son monde, mais il avait choisi de mourir avec une autre classe, un autre monde, avec cette sombre, immense armée de cadavres qui peuplerait de cris, et de sang, de poings levés, les nuits de cette Espagne, pendant une décennie encore, et tu regardais maintenant les deux dalles, côte à côte, allongées ensemble dans la verdeur herbeuse du grand sommeil, tu les regardais dans la lumière de septembre de nouveau, tu voyais ce prénom féminin, sonsoles, et)
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